Viajar en moto por India es una manera de descubrir otros matices de este increíble país en el que siempre suceden cosas. Desde Bombay a Kerala, en dirección sur, resultó una buena manera de encontrar una cara de India que aún no había visto.
El viaje por la India en mi motocicleta comienza en Bombay y hacia Kerala. El lugar donde recojo mi moto está a las afueras de la ciudad. Una vez sobre ella, con el casco abierto, cada olor, cada tufillo, cada respiración me ayuda a integrarme en este país. Me deslizo sobre el rugoso y sucio asfalto desde los barrios ricos de amplias aceras y caros restaurantes en la zona del malecón, pasando por la monumental estación de tren y sus edificios de estilo inglés, hasta los barrios deprimidos, de casas bajas, como cajas de zapatos estropeadas, unas encima de otras siempre rodeados de basura. Algunas vacas intentan rumiar el plástico que han comido, desperdigadas por el suelo aquí y allá. Varias carretas tiradas por fibrosos hombres sortean los multicolores puestos de frutas y verduras delicadamente ordenados sobre telas, en el mismo suelo. Los puestos de frutas y verduras de los barrios son un derroche de brillantes colores, verde, amarillo, rojo, naranja …
En Bombay todo se mueve muy rápido a mi alrededor. El estridente sonido de las bocinas lo inunda todo. Las motocicletas con familias enteras sobre su asiento esquivan milagrosamente a el resto de vehículos que forma un gran y espeso río de tráfico. Los brillantes saris que visten las mujeres iluminan la sucia y gris ciudad.
Ruedo durante kilómetros que se me hacen eternos y sigo viendo lo mismo; chabolas, perros y gatos sarnosos, vacas y bueyes famélicos, hombres durmiendo bajo un árbol tropical, tráfico denso y cientos de personas haciendo su vida cotidiana. Diversos puestos de zumo donde el vendedor estruja la piña, las naranjas o el mango, descansan en los arcenes de la calle.
En la otra acera gestorías con ávidos empleados tratan de convencer a propios y extraños de que sus servicios son indispensables. Hombres con marrones corbatas colgando sin gracia bajo su cuello, siguen buscando clientes indefinidamente. Y todo esto ocurre a la vez, en el mismo espacio-temporal, en el mismo lugar.
Cuando por fin salgo de la caótica, gigantesca y luminosa ciudad de Bombay (Mumbay) pongo rumbo al estado sureño de Kerala. Por el camino la humedad que regalan los canales y los amplísimos ríos, junto con la proximidad al mar y el calor de la época tropical, hacen menos soportable la marcha entre abrumadores y sucios camiones que circulan sin preocupación por las carreteras. Enormes latas de hierro y cuerdas, sin luces que avisen si vienen o si van, coloreados en rojo, amarillo, verdes vibrantes, con dibujos de hojas o motivos agradeciendo a sus cientos de dioses la protección tan necesaria en la carretera. Pero semejantes moles de hierro sobre ruedas solo me hacen sentir pequeña y vulnerable sobre el asfalto.
Durante el camino, las pupilas se me llena de palmeras, de verde en todos sus tonalidades. Cruzo numerosos puentes sobre caudalosos y anchos ríos. Allí, observo a la derecha, en tierra firme, unos bueyes que tiran del arado en los empantanados arrozales, a la izquierda después de pasar el puente, veo unos puestos de comida en perfecta hilera, donde sus dueños esperan a que los vehículos se detengan. Esta es la vida de la India. Siempre infinita, siempre sorprendente y no siempre simpática con el que la contempla.
Sigo rodando hacia Kerala. Las vacas vagueando sin rumbo disponen a su antojo de la calzada. Poco a poco, sin prisa y ya sin miedo, avanzo por esta provincia del sur con mayoría de musulmanes, donde las mujeres llevan prendas menos coloridas que a pocos kilómetros hacia el norte. Pronto mi camino se arrima a la costa y veo las increíbles playas de cocoteros, y arena blanca. Playas infinitas pero vacías. Algunas pertenecen a los pueblos que las dan nombre, donde descansan las barcas de pescadores y las mujeres, cubiertas de telas hasta los ojos, vigilan los juegos de sus hijos sobre la arena del índico.
Las horas sobre la moto se suceden más deprisa que los kilómetros bajo las ruedas. La subida del puerto se hace lenta. El tráfico es pesado y las curvas cada vez se van cerrando más. Me adentro en la zona de las plantaciones de cafetales. Cada vez el asfalto está más roto. Cada curva es más peligrosa. A un lado un barranco, al otro, el barro y la linde de alguna finca. Una curva más y lo veo, un gigantesco boquete a pocos metros de mi rueda delantera.
Los viejos y pesados camiones esperan su turno en fila para pasar el agujero, oigo sus resoplidos detrás de mi cuando comienzan a frenar. El vehículo de delante se detiene en seco, freno rápidamente pero mi pie no llega al suelo, estoy sobre un agujero dentro del agujero. Pierdo el equilibrio y rezo para que el camión de detrás frene a tiempo….
La moto y yo caemos con poca gracia sobre la tierra, en la parte central del agujero. Esta vez tengo suerte y ningún miembro de mi cuerpo se queda atrapado bajo los hierros de la moto. Me tiemblan las muñecas. Me levanto y me sacudo casi por inercia. No me he hecho daño, pero ahora me toca levantar la pesada moto. Miro a los camioneros que esperan dentro de sus cabinas a que la moto se levante por arte de magia. Siguen ahí, parados en fila frente al agujero donde descansa mi moto como una vaca en el camino, tumbada sobre un costado. Nadie pita. Los vehículos que llegan en dirección contraria aprovechan el parón de los que suben para inundar cada huaco del trazado y rodar casi sin control.
Vuelvo a mirar a los camioneros a través de sus cuadrados cristales y grito ¡Heeeeelp!
Por fin uno baja de su cabina. Es un indio atípico en sus constitución: gordito con robustos brazos y piernas, camisa holgada sucia y calzones con sandalias. Se acerca y con una mano, sin pensar ni preguntar, levanta la moto. Se lo agradezco juntando mis manos sobre la cara y susurrando un «namasté» aunque se que en esa situación no tiene sentido. Me subo a la moto y arranco, no quiero contestar a ninguna pregunta, meto primera y me marcho volando de ahí superando ya sin dificultad lo que queda de agujero.
Al finalizar la subida del puerto hay un repecho con una entrada enorme a la izquierda. Es una finca enorme. Detengo la moto en la entrada para beber agua, la caída y la humedad me están deshidratando. Unas trabajadoras pasan cerca de mi, ellas son las encargadas de recolectar los granos de café; verdes, amarillos y rojos. He llamado su atención y se acercan a mi montura. Me muestran los granos que han recolectado y me los ofrecen.
Surge la complicidad cuando nos miramos a los ojos y sonreímos, me llevo un grano a la boca mientras pregunto con gestos si puedo pasar. El camino de entrada a la hacienda es majestuoso, flanqueado por una hilera de palmeras que dan sombra mientras avanzo por el centro.
Llego frente al edificio principal casi con la boca abierta. En su parte trasera cuenta con unas plataformas de secado del grano y un gran almacén. Un hombre alto, canoso y con gafas se acerca a mi misereas le tiendo la mano y me presento. Tras intercambiar saludos y contarle la causa de esta vista, amablemente se ofrece a enseñarme sus tierras.
Paseando junto a el dueño de la hacienda me entero que el café lo trajo Gengis Kan desde Etiopía hasta la India, que se puede comer la carne de los granos dejando el hueso (grano de café) para tostar, que hay varios tipos de grano y que lo recolectan las mujeres a mano…
En India el café se cultiva artesanalmente en laderas, no en terrazas como en el resto del mundo, y junto a otros cultivos de hoja caduca que alimentan los suelos de forma natural: la pimienta, que es trepadora y los naranjos. La visita finaliza con un rico expreso en el salón de la casa, descalza y acompañada de un vaso de agua caliente con el que nunca supe el qué hacer.
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¿Te gustan los vídeos? En estos enlaces tienes imágenes sobre estos viajes por #India.
Y si quieres saber más sobre la zona de Kerala pincha aquí.
¿Quieres venir conmigo a Kerala y la Ruta de las Plantaciones? Tienes información sobre este viaje aquí.
Gracias por leer hasta aquí, si tienes algún comentario estaré encantada de responderte.
Una vez más, es un placer leerte 🙂
Masssssssss
Eres mis ojos en el mundo
Que grande!!
¡me alegro!! y gracias por decírmelo, me hace mucha ilusión saber este tipo de cosas…